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¡ARDE, BUNDY, ARDE!
Lo que podemos aprender del último documental sobre Ted Bundy

«Well! I’ve often seen a cat without a grin . . . but a grin without a cat!»
Alice's Adventures in Wonderland, Lewis Carroll



(Escrito en marzo de 2019)


Esto es algo que a veces me avergüenza pero que no puedo evitar; soy una friqui empedernida del true crime. A pesar de mi complejo de mindhunter, no tenía intención alguna de ver el nuevo documental de Joe Berlinger. Ya me había leído The Only Living Witness: A True Account of Homicidal Insanity –publicado originalmente en 1983 y escrito por los periodistas Stephen G. Michaud y Hugh Aynesworth, en cuyas cintas inéditas está basado el documental- y no creía que la novedad de Netflix sobre el famoso asesino fuese a aportar ninguna información nueva sobre el caso.

Todo cambió después de leer un artículo sobre Kathy Kleiner, una de las supervivientes del fatal ataque de Ted Bundy a cuatro estudiantes de la hermandad Chi Omega de Tallahassee durante la madrugada del 15 de enero de 1978. En ese momento me empezó a entrar de nuevo la curiosidad (y los escalofríos). Busqué información y, tras leer las mismas críticas una y otra vez decidí darle una oportunidad al polémico documental.

Conversaciones con asesinos: Las cintas de Ted Bundy se estrenó el pasado 24 de enero en Netflix, y consta de cuatro capítulos a través de los cuales se va narrando, con metraje casi inédito, la vida y muerte de uno de los criminales más famosos de la historia reciente. La fecha elegida para el estreno no ha sido casual, ya que coincide con el 30 aniversario de la ejecución del protagonista.

Al igual que en la trilogía de Paradise Lost -donde Joe Berlinger y Bruce Sinofsky mezclaban imágenes reales del caso de los tres de West Memphis con canciones de Metallica- la edición del documental es excelente visualmente hablando, y funciona como un buen fresco de lo que pasó: las víctimas, el asesino, los familiares, los amigos, los periodistas, los policías, los psicólogos, las novias, el contexto histórico. Están todos y, a ratos, como en los momentos protagonizados por el sheriff Ken Katsaris, podemos ver la hoguera de las vanidades arder de manera abrasadora.

Como espectadora -tanto del documental como de la polémica generada- me he sentido como si estuviese viendo una partida de Pong. En un lado el bien, en otro el mal y mucha culpabilidad inconsciente rebotando de un lado a otro como una pelota. Al final, el documental no me ha parecido tan predecible como presuponía, pero sí lo ha sido la reacción de muchos al verlo.

Es verdad que dar tanto bombo a estas biografías es algo conflictivo. Pero para mí el problema no está aquí. Para mí el problema está en las lecturas que seguimos haciendo de la historia, la fascinación que sigue generando el hecho de que Bundy pareciese un tipo normal. A pesar de toda la información de la que disponemos, seguimos viendo a las víctimas y al asesino como simples avatares bidimensionales: trágicos, atractivos, misteriosos, seductores, terroríficos, lejanos. Seguimos viendo la sonrisa, pero no al gato.

¿Es posible que estemos en 1978 y yo no me haya enterado? Por lo visto aún pensamos que lo de asesino en serie lo lleva uno escrito en la cara, que es algo detectable a primera vista. Esto me hace pensar que, aunque la criminología ha avanzado mucho a nivel técnico, psicológicamente nos hemos quedado en aquella época. Necesitamos que unos nuevos John E. Douglas y Mark Olshaker nos actualicen el software.

Precisamente, lo mejor del documental es que muestra a todos los implicados en el caso con sus luces y sus sombras. Si estás atento, puedes ver como la máscara de Bundy apenas se sostenía; que ese carisma no era más que fanfarronería e inmadurez. En lugar de un apuesto estudiante de derecho vemos un hombre que no se aclaraba, que estaba intentando desesperadamente ser algo que no era. ¿No os suena de algo esto?  

Por lo tanto, no es Ted Bundy lo que realmente nos fascina, sino lo que hemos querido ver en él; el prometedor republicano, el abogado guapo e inteligente, el asesino improbable. Nos contamos el mismo cuento, la misma farsa, una y otra vez. Decir que Bundy nos embaucó es tan estúpido como decir que una mujer con minifalda está pidiendo que la violen. Es tan estúpido como lo que él mismo contaba sobre la vulnerabilidad que veía en sus víctimas: «Estas personas invitan al abuso, esperando ser lastimadas, ¿sutilmente lo fomentan?». Nos da miedo ver más allá de nuestra propia fachada, por eso glorificamos o vilificamos, otorgando al otro un poder que no tiene.

Cuando leí el libro de Michaud y Aynesworth tenía la misma edad que Lisa Levy cuando murió. Hoy tengo la misma edad que tenía Bundy cuando la mató. Lo único diferente que he podido apreciar sobre Ted después de todo este tiempo es lo tremendamente desconectado que se sentía, tanto de la sociedad como de sí mismo. Quizá por eso se resistió de manera totalmente irracional e infantil a admitir su culpabilidad durante el juicio a cambio de la cadena perpetua. De ese modo se hubiese librado de la silla eléctrica.

Pero Bundy no le temía a la muerte. Lo que más miedo le daba era ser considerado un psicópata, un loco; la idea de ser rechazado, alienado por su comunidad. Le horrorizaba admitir que él era el rarito, el diferente, el marginado, el monstruo. Él mismo alardeaba de ser un tipo corriente, one of the boys. Dime de qué presumes y te diré de qué careces.

Este miedo es, quizá, el único punto en el que puedes sentir cierta empatía y compasión hacía él. Al menos yo lo he sentido así, pues esa sensación de rechazo y separación que tanto aterraba a Bundy es algo inherente a la condición humana y es, a su vez, la fuente de esa entidad de la que él hablaba en tercera persona.  Por supuesto, nada justifica el camino que él decidió tomar, pero no nos olvidemos que aunque el perro haya muerto la rabia sigue viva.

Durante la ejecución de Bundy, esa entidad estaba presente en cada una de las personas que fueron a la prisión estatal de Florida a emborracharse y a celebrar su muerte. Porque para acabar con la rabia deberíamos exterminar a la humanidad entera. Desde un punto de vista suicida-irónico-postmoderno, esta opción puede resultar tentadora para algunos, pero tremendamente inútil.

Es obvio que detrás de la imagen de psycho star que tanta atención genera no vamos a encontrar la clave para entender el porqué de tantos asesinatos. Y que por muchas películas y documentales que se hagan, el ser que se escondía tras esa ilusión que Ted Bundy creó, y que nosotros hemos mantenido viva a través de nuestra morbosa ignorancia seguirá siendo un misterio, como también lo fue para él mismo. Lo que no es tan obvio es por qué seguimos cometiendo los mismos errores a pesar de todo lo que ya sabemos.

Mientras tanto, treinta años después, Florida es el cuarto estado con más ejecuciones de Estados Unidos. Treinta años después, la gente se escandaliza ante la indulgencia que el juez Cowart mostró hacia Bundy mientras le dictaba sentencia de muerte: «No le guardo rencor, quiero que sepa eso». Treinta años después, seguimos siendo esos hooligans que celebraron su muerte con pancartas y hamburguesas al grito de «¡Arde, Bundy, arde!» ¿Estamos realmente preparados para replantearnos nuestro sistema ético, moral, judicial y penitenciario o preferimos seguir con la barbacoa? Como dicen los ingleses, creo que ya va siendo hora de sacar los esqueletos del armario.


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